Diario de un ángel lector




Amar el acto y el placer de leer es una de las cosas más fantásticas que me ha podido regalar la vida. Desde niña, no hay recuerdo que no incluya la lectura incansable de todo aquello que tuviera palabras, imágenes, frases, espíritu en tinta. No puedo traer a mi memoria exactamente qué autor me invitó a descubrir el camino hacia los libros , pero el primero que invade mis ideas es el texto escolar de Historia Universal de 8vo grado, sí, el de portada amarilla, el de Auro Yépez Castillo.


Con ese libro me gustaba sumergirme en el pasado, me imaginaba las épocas y sus hechos, trataba de entenderlos, tal vez, con la intención de encontrarme a mí misma dentro de ese libro y de pertenecer a algo, pues cuando la soledad infantil es presente, es necesario ocupar el espacio vacío, la habitación iluminada y las horas que transcurren. Así que mi primer encuentro fue con las historia de la humanidad, luego llegaron los libros de biología que me explicaban cómo es que el Ser Humano respira, vive y existe. Un día se topó conmigo un libro de psicología, de portada oscura, casi como diciendo que era interesante y que debía abrirlo. Eso fue en 9no grado, tiempo en el que la curiosidad estaba latente; me di cuenta, entonces, que no somos sólo un cuerpo que respira sino que todos tenemos una realidad interna, que somos seres complicados aun cuando somos niños. De esa manera, mi interés por el estudio y mi curiosidad por saber sobre las cosas me convirtió en la lectora que soy, en una descubridora del mundo, en una amante de las palabras, en Ángel.



Luego, apareció en mi vida un príncipe, pero no como lo pinta Disney, este era mejor. Era un “Principito” de cabellos dorados, había llegado hasta mí desde su planeta B612 convertido en tinta y papel, hasta que se volvió tan humano como cualquier otra persona. Quizá en esa búsqueda que todos tenemos, yo también fui ese niño que no comprendía a los adultos, también tenía la necesidad de viajar a otros mundos y buscar amigos, viví la vida de ese niño, viajé con él, lloré también por su rosa y entendí que el trigo ya no significaba lo mismo, ni siquiera el desierto. El Principito me mostró la literatura. Le siguió “El Túnel” de Ernesto Sabato, otro personaje se me presentaba, Juan Pablo Castel, tan oscuro como la portada del libro de psicología que había leído años atrás, armé rompecabezas, traté de descifrar las razones de sus actos, el porqué de sus intenciones; Sabato supo cómo atraparme





Aparecieron posteriormente Quiroga, Benito Pérez Galdós, García Márquez, Walt Whitman, Jorge Isaac, Stephen King, Miguel de Cervantes, Shakespeare, Isabel Allende y todo autor de poemas que se atravesara ante mis ojos: Neruda, Calderón de la Barca, Federico García Lorca, Benedetti, Aquiles Nazoa, Andrés Bello, Bécquer, Azorín, Sor Juana Inés de la Cruz, Gabriela Mistral, y pare usted de contar. Empecé de devorar libros, autores y palabras. Soñaba con tener una biblioteca infinita para adentrarme día y noche en el sueño de la lectura, en ese sueño que se hace despierto solo porque tenemos los ojos abiertos, pero el alma se encuentra secuestrada por la historia que el libro ofrece.




Esta noche, noche lluviosa y melancólica, recuerdo las palabras de Jorge Larrosa: “Las preguntas abren la lectura: y la incendian. Las preguntas atraviesan la escritura: y la hacen incandescente. Estudiar es insertar todo lo que lees y todo lo que escribes en el espacio ardiente de las preguntas”. Preguntar es nunca terminar de aprender, el sentimiento de la duda sobre el mundo creó un incendio en mi interior, una llama hacia la búsqueda del conocimiento y, a su vez, hacia el placer de leer, de encontrar respuestas, de disfrutar la experiencia de verme en otros espacios, de ser Ángel y no. Y hasta hoy, continúa el espacio ardiente de preguntas, leo “para tocar, por un instante y como una sorpresa, el centro vivo de la vida, o su afuera imposible”. O mi afuera imposible, leo para saber de qué estoy hecha, para no conformarme con lo que leo, para buscar más en mí y en los otros, para hallar una voz que no es la mía, que hable de mí o de extraños. Leo porque sí.

Sin embargo, el silencio también hace falta cuando leemos. Hay un silencio antes de darle vuelta a la página, al terminar un párrafo, bebemos un silencio doloroso cuando terminamos un libro, es como un luto callado, una respiración detenida, una pausa de la vida. Pero las preguntas no terminan, están de reposo, luego toman fuerza nuevamente, duplicándose a modo de fractal. Y otra historia inicia su curso y la vida continua, dentro y fuera del libro. Me pregunto ¿por qué algunas personas no encuentran lo que yo, y muchos otros han encontrado en los libros; acaso no tienen preguntas sobre sí mismos, sobre los demás, sobre la vida, sobre su existencia, no ansían conocer, descifrar misterios, entender nuestro universo y hasta el amor o la muerte, o sobre cosas simples como “subir escaleras”? ¿Cómo es posible vivir una vida sin los libros? Si las preguntas invitan a leer, acaso éstas personas, sobre todo los jóvenes, ¿no tienen nada que preguntar? No los comprendo, como quizás ellos no me comprenden a mí. 




Cada quien, supongo, ha tenido uno o varios caminos para llegar a los libros. Otros, por cuestiones de la vida e intereses, han transitado otras calles que los alejan de la lectura. A mí me tocó, primero por mi soledad de niña conocer la pasión por la historia para no sentirme distante del mundo. Hoy agradezco ese tiempo solitario, gracias a eso empecé a leer y lo disfruto todavía; creo que siempre será así. A través de esa calle que me tocó vivir pude también conocer a Julio Cortázar, Pizarnik, Borges, Christina Wolf, Goethe, Pessoa, Oliverio Girondo, Clarice Lispector, Jaime Sabines, César Vallejo, Eugenio Montejo, Roberto Juarróz, Ramos Sucre, entre otros. La lista sería muy larga. Yo no sé si encontré a los libros o ellos me encontraron a mí, pero bendito sea el encuentro, la coincidencia y la compañía.



Sin embargo, el silencio también hace falta cuando leemos. Hay un silencio antes de darle vuelta a la página, al terminar un párrafo, bebemos un silencio doloroso cuando terminamos un libro, es como un luto callado, una respiración detenida, una pausa de la vida. Pero las preguntas no terminan, están de reposo, luego toman fuerza nuevamente, duplicándose a modo de fractal. Y otra historia inicia su curso y la vida continua, dentro y fuera del libro. Me pregunto ¿por qué algunas personas no encuentran lo que yo, y muchos otros han encontrado en los libros; acaso no tienen preguntas sobre sí mismos, sobre los demás, sobre la vida, sobre su existencia, no ansían conocer, descifrar misterios, entender nuestro universo y hasta el amor o la muerte, o sobre cosas simples como “subir escaleras”? ¿Cómo es posible vivir una vida sin los libros? Si las preguntas invitan a leer, acaso éstas personas, sobre todo los jóvenes, ¿no tienen nada que preguntar? No los comprendo, como quizás ellos no me comprenden a mí.



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