Formación de las estrellas: Ella llovía de adentro hacia afuera. Él, recogía con suavidad una a una cada gota, las congelaba y las lanzaba con un soplo al espacio.
Las gotas de lluvia formaron un mar en su pecho. Él no sabía si, en el fondo, una sirena lo esperaba para empaparle el corazón.
Ella no sabía si lloverse hacia adentro o hacia afuera. Él no sabía cómo ser esa lluvia.
Le preguntó a las palabras por ella, pero le contestaron con hondos silencios. Entonces, se hizo parte del silencio para encontrarla hondamente.
Ella lo encontraba en todas las cosas: en el humo, en una esquina rota, en su inútil oficio de atrapar el viento y en su última esperanza.
Ella le escribía notas de amor en las nubes con la ilusión de que las leyera. Nunca imaginó que él ya no miraba hacia el cielo, ni cazaba nubes.
Él le pidió algo para endulzar su café. Ella le ofreció dos besos.
Él, leía su cuerpo, tenue y delicado, palabra por palabra con sus manos. Ella, sin poder evitarlo, ardía a 451 Fahrenheit.
Cuentan los abuelos que cierta vez, el sol aumentó inexplicablemente su fuerza y su calor. Con el tiempo, el sol no pudo evitar su explosión como resultado de la acumulación de energía y, por siglos, se observaron miles de destellos coloridos que inundaron todo el espacio; muchos fragmentos de sol se alojaron en la superficie lunar. Sin embargo, el sol no pereció-ustedes lo han notado- lo que muchos desconocen es que en la cara oculta de la luna nacieron millones de giraSoles a partir de esos fragmentos. Cada uno apunta su centro hacia la estrella mayor para celebrar el acontecimiento que les dio vida. A veces, los astronautas, en noches de luna llena, suben a la luna a recoger unos cuantos giraSoles para deshojarlos cuando sienten tristeza.
En una librería una niña leía las páginas de un libro como quien observa el cielo buscando un sueño para ser soñado. Se le atravesó la palabra "magia"en la esquinita del libro y sus labios se extendieron para dejar en el aire una sonrisa. Luego, se asomó la palabra "luna" y ella encendió su corazón como nunca antes. Pero, de repente, saltó entre otras letras la palabra "delfín" y la niña, con toda su ternura, se vistió de azul, se dibujó una estrella en el cabello y se convirtió en mar.
Foto: En Librería El Buscón , Caracas - Venezuela.
Había una vez un astronauta que sembraba estrellas en la Luna y cada cierto tiempo gustaba de arreglar sus cráteres, les daba forma como se le da forma a la risa. Cuando crecían las estrellas, soplaba para desprenderlas, les ataba un deseo y luego las colocaba una a una en cada rincón del espacio. Ahora mismo quizás, si te asomas por la ventana, verás tu deseo favorito brillando en la inmensidad.
*** Ahhh, juegos de la imaginación o de lunas. ***
“Visions of Johanna” de Bob Dylan es la banda sonora de la novela Blue Label/Etiqueta Azul (2010) del venezolano Eduardo J. Sánchez Rugeles. En esta novela, ganadora del Premio Iberoamericano de Literatura Arturo Uslar Pietri, los jóvenes caraqueños son retratados desde su lenguaje, su música preferida y sus opiniones sobre su mundo (social, político, educativo…). La trama es guiada por su protagonista, Eugenia Blanc, una chica agobiada por su deseo de exiliarse en Francia a partir de la búsqueda de su abuelo, él es su “salvación”, es posiblemente su boleta de salida para huir de tanto hastío, de la monotonía de la ciudad. Ella sólo quiere ser francesa, sueña con dejar la vida de Caracas, olvidarse del país e incluso de su familia; y Luis Tévez la ayudará en su deseo.
El desencanto y la sátira hacia la contemporaneidad que envuelve al país por parte de la juventud venezolana es el eje transversal que se va desgranando en las 173 páginas del libro. Como dato novedoso, a medida que avanza la historia un conjunto de canciones acompañan a Eugenia y a Luis, los temas son una suerte de descripción de los sentimientos, anécdotas y pensamientos de cada uno de ellos. La canción “Visions of Johanna” de Bob Dylan, es una constante en la novela, es la banda sonora de la vida de Luís Tévez; está presente en los momentos más importantes para el desarrollo del personaje “el niño extraviado se toma a sí mismo muy en serio, se jacta de su miseria, le gusta vivir al límite y cuando cita el nombre de ella narra un beso de adiós para mí” (3:26). Toda la canción parece hablar de él, un ser enigmático, complicado, con aires de misterio, inteligente, un inconformista y por lo tanto, un rebelde. Seguramente, Bob Dylan compuso esa canción para él, “coincidencia” hilvanada con los hilos ficcionales de Sánchez Rugeles con su narrativa fresca que le mereció el reconocimiento de la crítica y el éxito en ventas. No es la primera vez que algunas canciones hacen juego con la literatura, recuerdo en este instante el caso del venezolano Rodrigo Blanco en “De todas maneras rosas” (2005) y en “Flamingo” (2010) cuyas canciones (una de Ismael Rivera y la otra de La Vida Bohème) son el marco que le da sentido a dichos cuentos; también podemos leer “Mercurio” (2008) de Federico Vegas que narra las peripecias de vocalista de Queen, Freddy Mercury, en el submundo nocturno de Caracas después de un concierto en el Poliedro, pero en nuestra vida ¿cuál es ese marco? Por eso, más allá de Luís Tévez y de Eugenia Blanc, incontrolablemente me asaltan unas preguntas: ¿cada uno de nosotros, usted y yo, tiene una banda sonora? ¿Nuestra vida es un recorte de canciones a modo de instantes que se superponen, que aparecen como recuerdos? ¿Son algunas canciones una muestra de nosotros mismos que por obra de la coincidencia -como lo pensaba Tévez- fueron escritas por alguien, o viceversa? Yo podría decir que mi vida está compuesta por melodías y letras que evocan recuerdos, momentos, situaciones y sentimientos. Temas como Always Somewhere – Scorpions; Gal Costa e Zeca Baleiro - Flor da pele; Anyone –Roxette; ¿Lo Ves? – Alejandro Sanz; Falling Slowly Glen Hansard y Marketa Irglova; Ángel para unfinal – Silvio Rodríguez;Don't Let Me Down - The Beatles; Colors - Amos Lee; Jealous Guy - John Lennon; Entrada de bala – Zapato 3; A la orilla de la chimenea - Joaquín Sabina; Quando a chuvapassar - Paula Fernandes y Marcus Viana; Mujer que camina – Alejandro Filio; Anhelo en la lluvia – Los pelaos; La Ley Innata: Cuarto Movimiento La Realidad – Extremoduro; Puente - Gustavo Cerati; Horas Inexistentes – Andreina Casanova; Comptined'Un Autre Été – Yann Tiersen; The Moon Song - Scarlett Johansson; Muchacha ojos de papel – Spinetta; GocceDi Memoria – Giorgia (...) Son algunas canciones que conformarían el soundtrack de mi historia.
Cada canción, cada nota musical es una historia real o imaginaria, cierta o no, las líneas que las separan son ínfimas, se mezclan las voces, los acordes y los silencios como una sola cosa. Cada quien hace suya una canción, cada quien construye una melodía, nadie escapa de esa ley; tal vez esos temas no hablan de nosotros mismos, quizá hablan de lo que podríamos ser o vivir, puede que sean especiales por la musicalidad, por lo que hicieron sentir, por lo que lograron evocar, por el erizamiento en la piel. Así, Eugenia Blanc, Luís Tévez, entre otros personajes de la ficción dejan de ser solo entes inventados para ser usted o yo porque todos somos tocados por la música, porque cuando todo lo demás falla, la música está allí para abrigarnos, para calmar tristezas, para secar llantos o para brindar una caricia y levantar ánimos. Todos tenemos un soundtrack, ¿cuál es el tuyo?
"Para nosotros, comer y ser comidos pertenece al terrible secreto del amor. Sólo queremos a la persona que podemos devorar. A la persona que amamos sólo soñamos en comérnosla. Es una historia bellísima, la del propio tormento. Porque amar es querer y poder comer y detenerse en el límite. En el mínimo latido entre el brinco y el acecho brota el miedo. El brinco estaba ya en los aires. El corazón se detiene. El corazón arranca de nuevo. Todo en el amor está vuelto hacia esta absorción. Al mismo tiempo, el verdadero amor es un no-tocar, pero casi-tocar de todos modos. Devórame, amor mío, de lo contrario te devoraré. El miedo a comer, el miedo de lo comible, el miedo de aquél que se siente amado, deseado, que quiere ser amado, que desea ser deseado, que sabe que no hay mayor prueba de amor que el apetito del otro, que se muere de ganas de ser comido y se muere de miedo ante la idea de ser comido, que dice o no dice, pero significa: te lo suplico, devórame. Quiéreme hasta el tuétano. Y sin embargo arréglatelas para dejarme vivir. Pero a menudo se transpone, porque se sabe que el otro no devorará finalmente, y se dice: muérdeme. Firma mi muerte con tus dientes.”
Hélène Cixous, El amor del lobo y otros remordimientos. Ed. Arena Libros
Hay una fuerza interna, no sé de dónde viene,
que me desborda a cada tanto. No la espero, sólo viene y llega de intrépida
hasta mí, hasta mis huesos y me entrego. Escribir es una fuerza que no se puede
obligar a ser, mucho menos a decir, parte de un deseo que arremete
desde las venas hasta el alma y uno sólo puede caer rendido a esa necesidad.
Una mañana te levantas, abres la ventana de la habitación y el primer
pensamiento es una palabra que aparece ante ti como una visión, inmediatamente,
si es muy fuerte, escribes sobre ella; la abrazas, la haces tuya, la conviertes
en idea, en escritura tangible e infinita. Así me pasa, por eso escribo.
Generalmente, prefiero refugiarme en la escritura de otros, encontrarme en ese “yo” ajeno que también habla de “mi yo”; me fascina ese “nosotros” que se construye entre la escritura de alguien distante en época, en tiempo o en geografía y la lectura capaz de abstraerme del orbe. La lectura es el inicio de un diálogo silencioso, íntimo y cómplice conmigo y con el que escribe, una delicia para el espíritu y para el pensamiento. Pero escribir, escribir es una especie de catarsis del cual uno no tiene dominio, por lo menos no yo; escribo porque sí, porque quiero o no quiero, porque lo necesito, pero ¿soy yo? ¿Qué hace que mi yo escriba? No sé explicarlo.
Escribo, quizá, para escucharme, para leerme y descubrirme, para encontrar un “yo” que desconozco o que he olvidado. Escribo en la soledad de mi casa, en papel y con grafito, prefiero el eco de la nada cuando deseo escribir, la blanca pared, la soledad y mi escritura. Leer, sin embargo, me resulta distinto, tengo el gusto por leer en cualquier lugar, si hay personas extrañas tengo el hábito de alzar la mirada de vez en cuando para encontrarme con sus ojos, con lo que también escriben mientras me ven, mientras van apurados por sus quehaceres, mientras pasan y los olvido. Ellos, a su vez, me olvidan ¿qué leerán en mis ojos cuando los miran? Jamás lo sabré. Algunos más pasan adormecidos, no saben que los observo, que los busco, que los guardo en mis ideas, que son parte de este juego y de mi lectura en un sitio público.
Ahora mismo escribo, me dejo llevar por el
deseo mismo de escribir. No imagino a un lector, no lo supongo, no lo premedito.
Sólo escribo, la pared blanca y la soledad, el papel y mi grafito.
¿Qué pensarán los objetos
de nosotros? La
mesa que nos mira desde diversos ángulos, el cuadro que se asoma con sus
paisajes, colgado allí, en la sala para ser visto por el transeúnte de la casa
o ¿está allí para vigilarnos, qué diría si pudiera? Qué evocaría desde el
silencio la luz que se posa en la pared a tempranas horas de la mañana, luz que
interrumpe el sueño, claridad que acorrala párpados y boca. Qué dirían de
nosotros los libros que nos señalan con sus lomos desde el estante, más allá de
los títulos que se muestran de diversos colores y formas. Y si los abrimos, qué
descubrirían en nuestros ojos sus páginas al leerlos, porque ellos se posan en
el cuerpo del libro acariciándolo en un vaivén de movimientos apenas
perceptibles, tocamos las palabras del libro, nos entregamos a sus vapores de
hoy o de siempre porque nuestra mirada es la extremidad más larga, miramos más
allá de la aventura del texto, más allá del infinito gesto de leer. Los
libros, si sus páginas pudieran contar otras historias de seguro hablarían de
nosotros, contarían lo que saben de ti o de mí desde la mirada que tú y yo
tenemos al leer, desde nuestras noches de lecturas o desde la risa y el llanto
que sus palabras guardan para nosotros. Tal vez hablarían de mil seres, quizás
más, relatarían sobre nuestros otros“yo”
porque cada día cambiamos, los de hoy no somoslos mismos de ayer. Recuerdo a Marcel Proust quien tenía la
sensación de violar toda la vida que permanecía dispersa en su habitación cada
vez que abría la puerta; y me pregunto qué hablarán de ti, de mí, o de la vida
los libros que descansan inmóviles en la mesita de noche o en la biblioteca, o
arriba de la cama porque allí estuvo acompañándonos en el insomnio. ¿Qué
pensarán los objetos de nosotros?
Amar
el acto y el placer de leer es una de las cosas más fantásticas que me ha
podido regalar la vida. Desde niña, no hay recuerdo que no incluya la lectura
incansable de todo aquello que tuviera palabras, imágenes, frases, espíritu en
tinta. No puedo traer a mi memoria exactamente qué autor me invitó a descubrir
el camino hacia los libros , pero el primero que invade mis ideas es el texto
escolar de Historia Universal de 8vo grado, sí, el de portada amarilla, el de
Auro Yépez Castillo.
Con
ese libro me gustaba sumergirme en el pasado, me imaginaba las épocas y sus
hechos, trataba de entenderlos, tal vez, con la intención de encontrarme a mí
misma dentro de ese libro y de pertenecer a algo, pues cuando la soledad
infantil es presente, es necesario ocupar el espacio vacío, la habitación
iluminada y las horas que transcurren. Así que mi primer encuentro fue con las
historia de la humanidad, luego llegaron los libros de biología que me
explicaban cómo es que el Ser Humano respira, vive y existe. Un día se topó
conmigo un libro de psicología, de portada oscura, casi como diciendo que era
interesante y que debía abrirlo. Eso fue en 9no grado, tiempo en el que la
curiosidad estaba latente; me di cuenta, entonces, que no somos sólo un cuerpo
que respira sino que todos tenemos una realidad interna, que somos seres
complicados aun cuando somos niños. De esa manera, mi interés por el estudio y
mi curiosidad por saber sobre las cosas me convirtió en la lectora que soy, en
una descubridora del mundo, en una amante de las palabras, en Ángel.
Luego,
apareció en mi vida un príncipe, pero no como lo pinta Disney, este era mejor.
Era un “Principito” de cabellos dorados, había llegado hasta mí desde su
planeta B612 convertido en tinta y papel, hasta que se volvió tan humano como
cualquier otra persona. Quizá en esa búsqueda que todos tenemos, yo también fui
ese niño que no comprendía a los adultos, también tenía la necesidad de viajar
a otros mundos y buscar amigos, viví la vida de ese niño, viajé con él, lloré
también por su rosa y entendí que el trigo ya no significaba lo mismo, ni
siquiera el desierto. El Principito me mostró la literatura. Le siguió “El
Túnel” de Ernesto Sabato, otro personaje se me presentaba, Juan Pablo Castel,
tan oscuro como la portada del libro de psicología que había leído años atrás,
armé rompecabezas, traté de descifrar las razones de sus actos, el porqué de
sus intenciones; Sabato supo cómo atraparme
Aparecieron
posteriormente Quiroga, Benito Pérez Galdós, García Márquez, Walt Whitman,
Jorge Isaac, Stephen King, Miguel de Cervantes, Shakespeare, Isabel Allende y
todo autor de poemas que se atravesara ante mis ojos: Neruda, Calderón de la
Barca, Federico García Lorca, Benedetti, Aquiles Nazoa, Andrés Bello, Bécquer,
Azorín, Sor Juana Inés de la Cruz, Gabriela Mistral, y pare usted de contar.
Empecé de devorar libros, autores y palabras. Soñaba con tener una biblioteca
infinita para adentrarme día y noche en el sueño de la lectura, en ese sueño
que se hace despierto solo porque tenemos los ojos abiertos, pero el alma se
encuentra secuestrada por la historia que el libro ofrece.
Esta
noche, noche lluviosa y melancólica, recuerdo las palabras de Jorge Larrosa:
“Las preguntas abren la lectura: y la incendian. Las preguntas atraviesan la escritura:
y la hacen incandescente. Estudiar es insertar todo lo que lees y todo lo que
escribes en el espacio ardiente de las preguntas”. Preguntar es nunca terminar
de aprender, el sentimiento de la duda sobre el mundo creó un incendio en mi
interior, una llama hacia la búsqueda del conocimiento y, a su vez, hacia el
placer de leer, de encontrar respuestas, de disfrutar la experiencia de verme
en otros espacios, de ser Ángel y no. Y hasta hoy, continúa el espacio ardiente
de preguntas, leo “para tocar, por un instante y como una sorpresa, el centro
vivo de la vida, o su afuera imposible”. O mi afuera imposible, leo para saber
de qué estoy hecha, para no conformarme con lo que leo, para buscar más en mí y
en los otros, para hallar una voz que no es la mía, que hable de mí o de
extraños. Leo porque sí.
Sin
embargo, el silencio también hace falta cuando leemos. Hay un silencio antes de
darle vuelta a la página, al terminar un párrafo, bebemos un silencio doloroso
cuando terminamos un libro, es como un luto callado, una respiración detenida,
una pausa de la vida. Pero las preguntas no terminan, están de reposo, luego
toman fuerza nuevamente, duplicándose a modo de fractal. Y otra historia inicia
su curso y la vida continua, dentro y fuera del libro. Me pregunto ¿por qué
algunas personas no encuentran lo que yo, y muchos otros han encontrado en los
libros; acaso no tienen preguntas sobre sí mismos, sobre los demás, sobre la
vida, sobre su existencia, no ansían conocer, descifrar misterios, entender
nuestro universo y hasta el amor o la muerte, o sobre cosas simples como “subir
escaleras”? ¿Cómo es posible vivir una vida sin los libros? Si las preguntas
invitan a leer, acaso éstas personas, sobre todo los jóvenes, ¿no tienen nada
que preguntar? No los comprendo, como quizás ellos no me comprenden a mí.
Cada
quien, supongo, ha tenido uno o varios caminos para llegar a los libros. Otros,
por cuestiones de la vida e intereses, han transitado otras calles que los
alejan de la lectura. A mí me tocó, primero por mi soledad de niña conocer la
pasión por la historia para no sentirme distante del mundo. Hoy agradezco ese
tiempo solitario, gracias a eso empecé a leer y lo disfruto todavía; creo que
siempre será así. A través de esa calle que me tocó vivir pude también conocer
a Julio Cortázar, Pizarnik, Borges, Christina Wolf, Goethe, Pessoa, Oliverio
Girondo, Clarice Lispector, Jaime Sabines, César Vallejo, Eugenio Montejo,
Roberto Juarróz, Ramos Sucre, entre otros. La lista sería muy larga. Yo no sé
si encontré a los libros o ellos me encontraron a mí, pero bendito sea el
encuentro, la coincidencia y la compañía.
Sin
embargo, el silencio también hace falta cuando leemos. Hay un silencio antes de
darle vuelta a la página, al terminar un párrafo, bebemos un silencio doloroso
cuando terminamos un libro, es como un luto callado, una respiración detenida,
una pausa de la vida. Pero las preguntas no terminan, están de reposo, luego
toman fuerza nuevamente, duplicándose a modo de fractal. Y otra historia inicia
su curso y la vida continua, dentro y fuera del libro. Me pregunto ¿por qué
algunas personas no encuentran lo que yo, y muchos otros han encontrado en los
libros; acaso no tienen preguntas sobre sí mismos, sobre los demás, sobre la
vida, sobre su existencia, no ansían conocer, descifrar misterios, entender
nuestro universo y hasta el amor o la muerte, o sobre cosas simples como “subir
escaleras”? ¿Cómo es posible vivir una vida sin los libros? Si las preguntas
invitan a leer, acaso éstas personas, sobre todo los jóvenes, ¿no tienen nada
que preguntar? No los comprendo, como quizás ellos no me comprenden a mí.
No hay ciudad sin poesía, sin las
calles que recuerdan un rostro, una palabra, un silencio o la levedad de las hojas
entre el viento. La ciudad, esta que habito, habla de pasos sobre nubes, de
lluvias sobre lluvias que evocan canciones. ¿La oyen? ¡Grita! grita un
nombre.
De esta ciudad sólo se desborda
poesía, las noches le cuelgan como perfumes y, a veces, se viste de ausencia, de
sabia ausencia… o de tardes de “no te olvido”… o de mañanas de “aquí te quedas”.
Esta ciudad, dolorosa, bella… sólo
respira poesía, si vieran lo que yo veo me entenderían. No miro personas, sino
colores. No observo edificios, sino un par de ojos que irrumpen en el vacío. No
veo insomnios, sino notas musicales que se multiplican a lo lejos, a lo lejos.
Esta ciudad no volverá a ser la
misma, no es ya sólo ríos.
Nos vamos formando con los tropiezos y fortunas de la vida (medito,
mientras la lluvia se escucha distante y tranquila). Demasiada humedad cubre
estos días las calles de mi ciudad, lo cual produce una sensación de mudes, de
pasividad sorda y de angustia ante el tiempo, ante los minutos que transcurren
en la lectura de un libro mientras se está frente a la lluvia que empapa el
cielo, de colores grises y oscuros. Sí, el tiempo trae tropiezos y fortunas, pero
¿Cómo distinguir una de la otra? ¿Por el grado de felicidad que produce? Todo
es relativo - resuena nuevamente el
dicho - para cada quien; de todas maneras, si hay tropiezos, ¿Cómo saber si
pudo ser mejor si se hubiese tomado otro camino, otra decisión? Recuerdo,
entonces, a Sabato quien decía que “la
vida se hace en borrador y no nos es dado a corregir sus páginas, aunque es
terrible de comprenderlo”. Sin embargo, qué hay que corregir. ¿No sería
amputar una parte de uno como si de un cuerpo extraño y maligno se tratara?
La vida no es despojarse de un trozo de ella, la vida es
enfrentarse de la mejor manera posible a lo que se vive. No hay, desde mi punto
de vista, tropiezos o fortunas; hay experiencias únicas que jamás han de
repetirse, que jamás son iguales aunque dos personas las vivan al mismo tiempo.
Milán Kundera, en su novela La insoportable levedad del ser, se preguntaba ¿qué valor puede tener la vida si el primer
ensayo para vivir es ya la vida misma?Creo que mucho por la simple razón
de que es una, insustituible, intransferible; por lo tanto, no podemos
compararla con otra vida o con otra experiencia.
¿Qué queda? Vivir a través de la pasión, del sentimiento, “solo
se ve bien con el corazón”, diría el Principito. Para mí no hay otra forma de ser, de estar,
de existir, sino es con la piel erizada, combatiendo contra el
mundo a partir de lo que el alma grita; por eso, mis experiencias las llevo
sobre mis alas, y aunque suene contradictorio, ellas hacen que me levante para
seguir volando. Es lo único que tengo en esta vida: mi vida.
Es curioso lo que 104 minutos
pueden hacer pensar, recordar, sentir y vivir. Eso hace “Los amantes del
círculo polar”, una película dramática española de 1998 dirigida por Julio
Médem y protagonizada por Najwa Nimri y Fele Martinez, ganadora de dos premios
Goya en 1999.
La trama de la película se centra
en la historia de Otto y Anna desde que se conocen a los 8 años hasta que
vuelven a rencontrarse en la Laponia finlandesa, en el límite del Círculo Polar
Ártico bajo el sol de medianoche; los temas son el romance, la muerte, el
destino, la naturaleza, el círculo de la vida y las coincidencias de la misma.
El círculo es una figura
enigmática, tan enigmático como las casualidades. ¿Nuestra vida es una línea
recta o un círculo infinito? Sin duda, hay un magnetismo que sólo los amantes
conocen y quienes no se atreven a amar de verdad, a dejar todo por el amor verdadero
no entenderán. Los amantes son capaces de derribar el miedo, de saltar
ventanas, de esconderse bajo las camas, de guardar secretos, de negar hasta la
muerte, de llorar por dentro, de besar a la muerte, de esperar, de saltar en
paracaídas y de volar. Es una historia que vale la pena ver y oír.
”Estar enamorada no es fácil. No
basta con desearlo, hay que oírlo.”
"Y sí, sólo quería abrazarle una vez pero me volví
avariciosa,
no lo puso fácil, él abre la puerta de un mundo donde todo es
posible,
incluso ser feliz. Nadie tiene un corazón como el de Otto, yo tampoco."
"Empezaba este frío y dicen que cuando hace frío la mayoría
de las cosas van más deprisa, o llegan antes, pero a mí se me
hizo eterna la
espera hasta acariciarle.
Por suerte, me di cuenta después de hacerlo y no antes,
como suele ser la secuencia habitual. Debía ser miedo"
"Voy a quedarme aquí todo el tiempo que haga falta.
Estoy
esperando la casualidad de mi vida, la más grande,