Antoine y su rosa



Antoine también amaba a una rosa tersa, tierna, de gran belleza y que soñaba con volar. Él la había mirado siempre de lejos, temeroso y ansioso de estar a su lado, de amarla como se imaginaba que era el amor, esa sensación que se parece a cuando se salta al vacío sin darle importancia al hecho de perder la vida en el intento porque las ganas del salto mismo y de la recompensa tenían más valor: un beso que hiciera temblar al cuerpo y el alma como la luna en el agua, diría su amigo Julio. Eso pensaba Antoine, mientras la palabra ¡volar! rondaba entre sus párpados y rozaba sus labios - ¡volar! ¡volar! - se repetía para sí, con todos los colores que llevaba por dentro al compás de la melodía que una noche traviesa había tejido para hacerlo coincidir junto a su rosa, como si el joven príncipe hubiese hecho de las suyas desde el asteroide B612. Quizá -cavilaba sorprendido-  había sido el Principito quien, mientras cortaba baobabs, había hecho tratos con las estrellas para que él pudiera hablar con su rosa sin un paraban de papel maché entre ellos. Y así, la noche –recordaba Antoine- fue envuelta por hadas y ángeles, porque la palabra “volar” había invadido su piel hasta el día de hoy.

Mientras Antoine levitaba entre sus recuerdos le sucedían suspiros, sonrisas, aflicciones y palpitaciones semejantes al golpe de una batería india. La añoranza recorría su espalda con lentitud mientras observaba por la ventana el azul del mar del cielo, sin nubes, un azul continuo en contraste con el verde de los árboles que peinaban el camino que él había caminado tantas veces. La palabra ¡volar! hacía acto de presencia con insistencia, latía en el corazón de Antoine y en los calzoncillos que le había regalado la rosa cuando él estuvo triste, los atesoraba con sumo cuidado junto al capítulo siete de su libro favorito y los poemas que ella había escrito, esas palabras mágicas que lo habían domesticado para siempre. Él y su rosa, cómo olvidar a su rosa, cómo no recordar a su rosa que decía era un hada, la más bella de todas las hadas del planeta tierra, un hada/rosa única en el mundo. Ahora, él lo sabía, realmente era única en el mundo. De repente, un terrible sentimiento penetraba el corazón de Antoine, como si el mismo Zeus hubiese desgarrado su cuerpo y sus entrañas. Se desplomó contra la pared blanca de la habitación y cerró sus ojos, dejó caer sus párpados pesados como el sentimiento que lo invadía y se desmayó, allí contra la pared y el azul del cielo.

Habían pasado un par de horas, todo estaba en silencio, los árboles pernoctaban inmutados y las hojas se negaban a caer. Poco a poco fue despertando Antoine de su dormir, de su desmayo ante la vida; se incorporó asustado y observó a través de la ventana la negrura del paisaje, las luces de los autos que iban y venían en el horizonte. Casi, de forma instantánea, logró divisar una estrella que le sonreía y titilaba con picardía; de pronto, a lo lejos, escuchó muchos cascabelitos y la risa de su amigo, el Principito. Antoine sonrió, recordó a su rosa voladora quien lo hacía reír con sus locuras, con el pestañeo de sus ojos miel y el juguetear de los pétalos en su cara. Pero Antoine se sintió triste otra vez porque su rosa, al igual que la estrella, se encontraba distante y pensó que le había sucedido lo mismo que al Principito; por eso se había desmayado, la tarde le había revelado la triste coincidencia con su amigo. No se había percatado de que su rosa era única en el mundo cuando la tuvo cerca, en su corazón lo sabía, pero dejó que otras cosas como las palabras “miedo” y “distancia” interrumpieran ese sentimiento y opacaran la palabra “volar” de su cielo y destiñeran sus colores internos. Eso había sucedido -pensó Antoine- así como se había tejido el encuentro naturalmente entre él y su rosa, inexplicablemente la razón y la lógica le habían jugado una mala pasada a su corazón, había pensado como un adulto, un adulto en cuerpo de adulto, pero la realidad, la que ahora conocía en total plenitud, era que simplemente volar no es para adultos. Se preguntaba ¿dónde había quedado lo de “saltar al vacío” o lo de “morir no importa? ¡Qué tonto! -Se repetía- .Antoine, se sintió inmensamente desgraciado y, mientras miraba la estrella en la oscuridad de la habitación, pensaba en su amada hada/rosa y en la sombra de una cascabel en el desierto del Sahara. Esa era su única  ilusión.


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